Sentía miedo. Estudiaba cada figura que subía al autobús esperando verlo subir a él. Temblaba imaginándolo como todos los días: pagar al conductor, buscarla entre los asientos y sonreír con aquella expresión tan suya, entre el vacile y la ternura. ¡ Sentía tanta pena !... en tan solo unas horas no volvería a verlo. El cursillo aquel de Informática habría concluido y ya no estaría ella cada mañana en la parada, ni hablarían de sus problemas ni podrían reírse el uno del otro...
Y él apareció, pagó al conductor, buscó entre los asientos... pero no la sonrió, por así se le velaron los ojos en lágrimas al comprobar que la miraba con tristeza... y pasaba de largo.
Se acababa, aquella complicidad se acababa y los dos lo sabían. Ambos ocuparon el pensamiento con la imagen del otro durante todo el trayecto, como si todo fuese un recuerdo lejano imborrable. Seguiría de nuevo sola en aquel mar de sinsabores que era su vida, con aquella soledad que la acompañaba desde niña y que nadie sabía llenar. Solo quería un poco de afecto de alguien que supiera contarle algo más que cotidianeidades, alguien que fuese capaz de decir que necesita un abrazo, sin sentirse un idiota, alguien que supiera dejarse querer sin envanecer pero que tampoco fuese su lazarillo... Alguien como él. Y sin embargo parecía destinada a la “falta de” que veía en todos lados antes de encontrarse con él. No podía ser... él seguiría con aquel tira y afloja con su novia y ella trataría de maquillar los hematomas en su alma cansada. Ellos eran felices sin hablar de nada. Entonces... en principio, ¿por qué diablos iba él a casarse con “el buen partido” que anhelaban sus padres?. Y es que durante la primera semana se conformaba con oírle, con contarle, y le parecía suficiente. Parecía que le bastaba, pero ahora quería más que tres horas diarias de su compañía.
Sonó una campanilla y el autobús hizo su parada a un lado de la sucia carretera. Todos fueron levantándose de sus asientos desvencijados y escritos por todas partes. Ella descendió los dos escalones con la ilusión vana de verlo allí, esperándola como todo el mes... pero no estaba. Había aligerado el paso y se alejaba con la cabeza baja, a unos diez metros, con ansia y sin mirar atrás. Fue entonces cuando surgió de ella un lamento ahogado de niño atemorizado que pronto derivó en una húmeda amargura que rasgaba su ser a tiras. Mientras, lo seguía con el espíritu encogido a una cierta distancia y con los ojos clavados en aquella espalda añorada, en aquel cabello oscuro que se perdía entre el gentío. Algún transeúnte se volvía al cruzarse con ella y la miraban entre sorprendidos y preocupados, pero ella no los oía, no se paraba. Podía llamarlo, pero, confundida, se había quedado sin voz. Y él se iba. De repente, como si hubiese oído su grito mudo, él disminuyó el paso con un brusco sobresalto y quedó estancado en medio de la acera, haciendo tropezar a una pareja de ancianos. Comenzó a girar, lentamente, mirando el suelo, y quedaron de frente. Su mirada ascendía a trompicones hasta ella. Como en un juego virtual cualquiera, la calle quedó prácticamente desierta en aquel instante y solo un perro negro seguía paseando. Ella quiso sonreír, y entreabrió los labios formando un esbozo de sonrisa que no llegó a meta. Quiso gritar su nombre al eco, quiso susurrarle al oído... su nombre; “Santiago”... Cuando las piernas comenzaron a titubear, creyó sin dudarlo que acabaría con las rodillas en el agua que salía de un garaje y mirándolo fijamente comenzó a caminar hacia él, más que pausadamente, como midiendo al milímetro cada paso que daba, como cruzando el alambre sobre un precipicio. El corría.
Los libros se ensuciaban en el suelo en el momento que se abrazaban sin decirse nada, respiraban a golpes, asustados, y por un instante se creyeron solos. Se oyó entonces un grito femenino como un latigazo. Era la otra, pero no... la “otra” era ella. El la besó en la frente, recogió sus libros y casi le ordenó que se fuera a clase. Y ella se fue, perseguida por el insulto de una rubia sin dignidad.
Salió de clase sola y el viaje en autobús se hizo interminable. En casa no percibieron que apenas tenía hambre ni lo pronto que huyó a su habitación. Veía en cada pared aquella mirada compungida. Se cepilló el pelo frente al espejo y observó con indiferencia las oscuras ojeras que había traído una noche en vela.
Alguien llamó a la puerta anunciando que tenía visita. La vieja puerta de chapa se fue abriendo y Santi entró en la estancia cerrándola tras el. Insegura, no supo si debía mirar a otro lado o abrazarle, y finalmente quiso saber a que venía. El la cogió de la mano derecha, acariciándola y le removió el pelo: - “ Por ti”.
Las salas de cine seguían abiertas y decidieron ir a ver alguna película. Al acercarse al coche observó en el asiento trasero un bonito ramillete de tulipanes que ella tuvo que dejar en agua antes de irse. Bajó cerrando el portal de un golpe seco y frotándose las manos. El mes de Diciembre era siempre tan frío en Galicia...
¿Y ella? –lo miraba fijamente, seria.
Fuimos a dar un largo paseo, luego tomamos café... y le confesé lo que había.
¿Y qué había?
Pues... bueno, le comenté que nunca había estado enamorado de ella pero que me había dado igual hasta ahora, porque tampoco había encontrado alguien que me llenara. Que solo dejé correr la situación por los negocios de papá... Oye, preferiría dejar el tema, ¿vale?, considerémoslo olvidado.
Entonces... María, ¿lo ha aceptado sin más?
¿Qué María?.
Ella sonrió y se sacó la chaqueta mientras el giraba la llave en el contacto.
¿Y por mí que es?
El, incómodo, tensó el freno de mano.
Ya lo sabes... ¿no?
Si, lo sabía, pero le encantaría oírlo de su voz, por si todo era una ilusión más. Y él, decidido como nunca en su vida, rozaba su boca repitiendo bajito muchas veces algo que apenas se traducía, pero que ella captaba perfectamente.
- ... En un principio, quédate siempre.
Y él apareció, pagó al conductor, buscó entre los asientos... pero no la sonrió, por así se le velaron los ojos en lágrimas al comprobar que la miraba con tristeza... y pasaba de largo.
Se acababa, aquella complicidad se acababa y los dos lo sabían. Ambos ocuparon el pensamiento con la imagen del otro durante todo el trayecto, como si todo fuese un recuerdo lejano imborrable. Seguiría de nuevo sola en aquel mar de sinsabores que era su vida, con aquella soledad que la acompañaba desde niña y que nadie sabía llenar. Solo quería un poco de afecto de alguien que supiera contarle algo más que cotidianeidades, alguien que fuese capaz de decir que necesita un abrazo, sin sentirse un idiota, alguien que supiera dejarse querer sin envanecer pero que tampoco fuese su lazarillo... Alguien como él. Y sin embargo parecía destinada a la “falta de” que veía en todos lados antes de encontrarse con él. No podía ser... él seguiría con aquel tira y afloja con su novia y ella trataría de maquillar los hematomas en su alma cansada. Ellos eran felices sin hablar de nada. Entonces... en principio, ¿por qué diablos iba él a casarse con “el buen partido” que anhelaban sus padres?. Y es que durante la primera semana se conformaba con oírle, con contarle, y le parecía suficiente. Parecía que le bastaba, pero ahora quería más que tres horas diarias de su compañía.
Sonó una campanilla y el autobús hizo su parada a un lado de la sucia carretera. Todos fueron levantándose de sus asientos desvencijados y escritos por todas partes. Ella descendió los dos escalones con la ilusión vana de verlo allí, esperándola como todo el mes... pero no estaba. Había aligerado el paso y se alejaba con la cabeza baja, a unos diez metros, con ansia y sin mirar atrás. Fue entonces cuando surgió de ella un lamento ahogado de niño atemorizado que pronto derivó en una húmeda amargura que rasgaba su ser a tiras. Mientras, lo seguía con el espíritu encogido a una cierta distancia y con los ojos clavados en aquella espalda añorada, en aquel cabello oscuro que se perdía entre el gentío. Algún transeúnte se volvía al cruzarse con ella y la miraban entre sorprendidos y preocupados, pero ella no los oía, no se paraba. Podía llamarlo, pero, confundida, se había quedado sin voz. Y él se iba. De repente, como si hubiese oído su grito mudo, él disminuyó el paso con un brusco sobresalto y quedó estancado en medio de la acera, haciendo tropezar a una pareja de ancianos. Comenzó a girar, lentamente, mirando el suelo, y quedaron de frente. Su mirada ascendía a trompicones hasta ella. Como en un juego virtual cualquiera, la calle quedó prácticamente desierta en aquel instante y solo un perro negro seguía paseando. Ella quiso sonreír, y entreabrió los labios formando un esbozo de sonrisa que no llegó a meta. Quiso gritar su nombre al eco, quiso susurrarle al oído... su nombre; “Santiago”... Cuando las piernas comenzaron a titubear, creyó sin dudarlo que acabaría con las rodillas en el agua que salía de un garaje y mirándolo fijamente comenzó a caminar hacia él, más que pausadamente, como midiendo al milímetro cada paso que daba, como cruzando el alambre sobre un precipicio. El corría.
Los libros se ensuciaban en el suelo en el momento que se abrazaban sin decirse nada, respiraban a golpes, asustados, y por un instante se creyeron solos. Se oyó entonces un grito femenino como un latigazo. Era la otra, pero no... la “otra” era ella. El la besó en la frente, recogió sus libros y casi le ordenó que se fuera a clase. Y ella se fue, perseguida por el insulto de una rubia sin dignidad.
Salió de clase sola y el viaje en autobús se hizo interminable. En casa no percibieron que apenas tenía hambre ni lo pronto que huyó a su habitación. Veía en cada pared aquella mirada compungida. Se cepilló el pelo frente al espejo y observó con indiferencia las oscuras ojeras que había traído una noche en vela.
Alguien llamó a la puerta anunciando que tenía visita. La vieja puerta de chapa se fue abriendo y Santi entró en la estancia cerrándola tras el. Insegura, no supo si debía mirar a otro lado o abrazarle, y finalmente quiso saber a que venía. El la cogió de la mano derecha, acariciándola y le removió el pelo: - “ Por ti”.
Las salas de cine seguían abiertas y decidieron ir a ver alguna película. Al acercarse al coche observó en el asiento trasero un bonito ramillete de tulipanes que ella tuvo que dejar en agua antes de irse. Bajó cerrando el portal de un golpe seco y frotándose las manos. El mes de Diciembre era siempre tan frío en Galicia...
¿Y ella? –lo miraba fijamente, seria.
Fuimos a dar un largo paseo, luego tomamos café... y le confesé lo que había.
¿Y qué había?
Pues... bueno, le comenté que nunca había estado enamorado de ella pero que me había dado igual hasta ahora, porque tampoco había encontrado alguien que me llenara. Que solo dejé correr la situación por los negocios de papá... Oye, preferiría dejar el tema, ¿vale?, considerémoslo olvidado.
Entonces... María, ¿lo ha aceptado sin más?
¿Qué María?.
Ella sonrió y se sacó la chaqueta mientras el giraba la llave en el contacto.
¿Y por mí que es?
El, incómodo, tensó el freno de mano.
Ya lo sabes... ¿no?
Si, lo sabía, pero le encantaría oírlo de su voz, por si todo era una ilusión más. Y él, decidido como nunca en su vida, rozaba su boca repitiendo bajito muchas veces algo que apenas se traducía, pero que ella captaba perfectamente.
- ... En un principio, quédate siempre.
Bonito relato. Lo que más me ha gustado es la cotidianidad de todas las situaciones, sólo rota por esa "relación de conveniencia" que, la verdad, resulta un poco chocante.
ResponderEliminarPues, puedes creerlo. Aquí donde vivo, todavía sucede. Muy poco,pero conozco un caso muy reciente de alguien que se casó con la hija de su jefe queriendo a otra,y claro,a los pocos meses ya estaba buscando a su ex,que le dijo que ahora que era rico ya podía tenerlo todo... menos a ella.
ResponderEliminarErinia
¿Que duro no?
ResponderEliminarYo no pienso asi, si mi padre me obligase a casarme con alguien que ni siquiera quiero pasaria de el, ¿que es mas importante? ser feliz de por vida aunque tengas que dar puerta a tu padre, o sentirte el hombre mas feliz del mundo estando a su lado.
Yo no dudo¿y vosotros?
la verdad, y tan solo tengo 20 años, llevo 28 meses con mi amor, y estoy deseando que me den el piso para casarme con ella, y estar juntos por siempre.
ResponderEliminar¿Cuanta gente con mi edad piensa asi?2%, antiguamente casi todos pensaban asi.
Tu eres de los míos, Davisss
ResponderEliminarYo, particularmente, soy de los que hacen el gilipuertas en la pista... cuestión de coordinación: es mucho más fácil eso que asegurarse de no pisar a la chica con la que bailas!!!
ResponderEliminarJa, ja, ja... No, hombre, cuando digo lo de hacer el gilipuertas no me refiero a lo estiloso que sea uno bailando, sino en tormarse alguna pirula, dar la nota, pegarse, ir a ligar de malos modos, tirar la bebida al aire...
ResponderEliminarEse tipo de actitudes. Antes los hombres sencillamente, pillaban un cubata, luego te invitaban a bailar, luego salías fuera a charlar ante un café... todo era muy natural (o cursi), según lo vea cada uno. Ahora parece todo muy diferente.